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lunes, 8 de mayo de 2017

como se lee un papel al viento…

De barbas canas, moviéndose con una mezcla de dificultad  y delicadez, como si al arrastrar los pies pensase que bailaba, el organillero llegó a la plaza tirando de su carretilla, dejando un rastro en la nieve incipiente. Lo acompañaba un perro negro que, con instinto rítmico, se mantenía siempre a la misma distancia respetando sus pausas, tambaleos, síncopas. El viejo iba abrigado, si no es mucho decir, con un capote pardo y una capa traslúcida. Se detuvo en un costado de la plaza. Acomodó sus cosas con extrema parsimonia, como ensayando la mímica de lo que haría más tarde. Al terminar de instalarse levantó el maltrecho paraguas  que llevaba atado al mango de la carretilla. Lo abrió cuidadosamente  y lo colocó sobre el organillo, para que la nevisca no le cayera a su instrumento. Este último gesto conmovió a Hans, que se quedó esperando a que el organillero empezase a tocar.
El viejo no tenía ninguna prisa o disfrutaba de la demora. Bajo sus barbas se insinuaba una sonrisa de complicidad con su perro, que le miraba alzando las orejas triangulares. El tamaño del organillo era modesto: encaramado a la carretilla apenas superaba la cintura del viejo, por lo que él debía encorvarse incluso más para tocarlo. La carretilla estaba pintada de verde y naranja. La madera de las ruedas había sido roja. Recubiertas por un aro que a duras penas las mantenía compactas, esas ruedas no eran redondas sino de una forma más accidentada, golpeadas como el tiempo que llevaban rodando. El frontal del instrumento había sido decorado con un paisaje de primor infantil, que figuraba un río de árboles.
Cuando el organillero empezó a tocar, algo rozó el límite de algo. Hans no añoraba nada: prefería pensar en el siguiente viaje. Pero al escuchar el organillo, su pasado metálico, le pareció que alguien, otro anterior a él, se estremecía en su interior. Siguiendo la melodía como se lee un papel al viento, a Hans le sucedió algo infrecuente: sintió cómo sentía, se contempló emocionándose. Su oído atendía porque el organillo sonaba, el organillo sonaba porque su oído atendía. Más que tocar, a Hans le pareció que el viejo hacía memoria. Con una mano de aire, los dedos ateridos, movía la manivela y la cola del perro, la plaza, la veleta, la luz, el mediodía giraban sin interrupción, porque cuando la melodía rozaba su final la mano relojera del organillero hacía no una pausa, ni siquiera un silencio, apenas una rasgadura en un manto, le daba la vuelta y la música volvía a comenzar, y todo seguía girando, y ya no hacía frío.

en “El viajero del siglo
Imagen: El Universal

domingo, 23 de abril de 2017

como quien airea las sábanas...

Aunque pudiera parecer que tantas muertes la hubieran dejado sin latido, sucedió todo lo contrario. Nada ni nadie se le resistía. Salvaba las trampas de la vida sin un ápice de resignación. Y lo que es más sorprendente, sin una lágrima. Aprendió a sacar la risa de tal forma que su boca dibujaba una sonrisa infantil y despierta capaz de contagiar a las piedras, a cada cosa simple que sucediera a su lado. Mirarla producía una felicidad que irremediablemente te hacía pensar en el estado de madurez y en el equilibrio emocional que todas esas canas atesoraban visibles a todo el mundo, como quien airea las sábanas.

Lena viajaba absorta en la fortaleza de su madre cuando la ventanilla del tren dejó ver su cara apagada debajo de unas ojeras impropias de sus treinta y dos años junto a las cuarenta mil preguntas sin respuesta, las incertidumbres eternas, la impotencia, la rabia... Era evidente, Lena no había heredado la pasión irrefrenable por respirar de su madre, ni su resistencia contracorriente, ni su alegría infinita. Eran tan distintas...