jueves, 17 de abril de 2014

la palpitación de la vida…


Me esfuerzo. Trabajo en este laboratorio de savia y verdor. Es menester que me apresure. Una oculta sabiduría nutre mi propósito. Dice que ella y yo estamos a punto de encontrarnos. Por la mañana, vinieron los colibríes y los pájaros. Retozaban entre mis ramas produciéndome cosquillas, alborotando el espesor de las nervaduras. Hacen el amor. Un amor vegetal. Quién pudiera saber si el espíritu de Yarince habita al más rápido de ellos, al que vuela buscando polen con el piquito alzado. De todos es sabido que los guerreros regresan como colibríes a volar en el aire tibio. ¡Ah! Yarince, cómo recuerdo tu cuerpo recio y asoleado, después de la caza, cuando venías con tu esplendor de puma cansado a buscar abrigo sobre mis piernas. Nos sentábamos a la orilla del fuego en silencio, observando las llamas hacerse y deshacerse; su centro azul, sus lenguas rojas mordiendo el humo, llenando el aire de latigazos cálidos. Tan largas aquellas noches silenciosas agazapados en las entrañas selváticas de las montañas, escondiéndonos para la emboscada. No se atrevían a seguirnos los españoles. Tenían miedo de nuestros árboles y animales. No sabían nada de la ponzoña de las serpientes; no conocían al jaguar, ni al danto; ni siquiera el vuelo de las pocoyas nocturnas que los asustaban porque les parecían "ánimas en pena". Y, sin embargo, descargaban el estruendo de sus bastones, alarmando a las loras, desatando las bandadas de pájaros, haciendo gritar a los monos que pasaban sobre nuestras cabezas en manadas, cargando los monos los monitos pequeños que, desde entonces, se quedaron con la cara asustada. Pero vos me abrazabas en medio de aquellas descargas atronadoras. Me ponías las manos sobre los oídos, me acurrucabas en el espesor de los arbustos, me ibas calmando con el peso de tu cuerpo haciendo que olvidara la cercanía de la muerte sintiendo tan cerca la palpitación de la vida; tu cuerpo refugiándose en el mío hasta que el ruido de nuestros corazones era el estrépito más sonoro del monte. ¡Ah! Yarince y quizás todo fue en vano. ¡Quizás no queda ya ni el recuerdo de nuestros combates!

Imagen: Carla Cordone

martes, 15 de abril de 2014

la cuenca de la vida…


Estoy de parte del lobo desollado
al tiempo que un cometa estalla en aerolitos.

Estoy de parte del hombre que solloza
porque roban su luz,
al tiempo en que una aurora emerge de la herrumbre.

Estoy de parte de un niño transparente,
que bebe
los zumos boreales
al tiempo
en que llueven estrellas
sobre cráneos de azules infinitos.

Estoy de parte de la mujer que escribe
los momentos que abarcan la cuenca de la vida.