martes, 26 de enero de 2016

sueños de dignidad...


Me podréis chupar la sangre
¡y aquí tendréis mis venas!
Me podréis quitar las manos 
¡y aquí tendréis mis brazos! 
Me podréis robar mis pies
¡y aquí tendréis mis piernas!
Podréis, incluso,
despojarme de la vista
¡y aquí tendréis mis ojos!

Podréis sustraerme,
expoliarme,
arrebatarme,
negarme,
violarme…
retirarme todo aquello
que vuestra codicia, usura,
vuestra ambición necesite.
¡Y aquí mismo me tendréis!

Todo me lo podréis quitar.
Todo menos el ansia intacta
de mis sueños de dignidad.

 Imagen: Tomás Guijo

domingo, 10 de enero de 2016

con la verdad del pueblo...


Ellos,
los poetas
de mi pueblo,
errantes,
pobres entre los pobres,
sostuvieron
sobre sus canciones
la sonrisa,
criticaron con sorna
a los explotadores,
contaron la miseria
del minero
y el destino implacable
del soldado.
Ellos,
los poetas
del pueblo,
con guitarra harapienta
y ojos conocedores
de la vida,
sostuvieron
en su canto
una rosa
y la mostraron en los callejones
para que se supiera
que la vida
no será siempre triste.
Payadores, poetas
humildemente altivos,
a través
de la historia
y sus reveses,
a través
de la paz y de la guerra,
de la noche y la aurora,
sois vosotros
los depositarios,
los tejedores
de la poesía...
 

viernes, 8 de enero de 2016

los besos en el pan...

En el Madrid de mediados del siglo xx, donde un abrigo era un lujo que no estaba al alcance de las muchachas de servicio ni de los jornaleros que paseaban por las calles para hacer tiempo, mientras esperaban la hora de subirse al tren que lo llevaría muy lejos, a la vendimia francesa o a una fábrica alemana. La pobreza seguía siendo un destino familiar, la única herencia que muchos padres podían legar a sus hijos. Y sin embargo, en ese patrimonio había algo más, una riqueza que los españoles de hoy hemos perdido.
Por eso los mayores tienen menos miedo. Ellos hacen memoria de su juventud y lo recuerdan todo, el frío, los mutilados que pedían limosna por la calle, los silencios, el nerviosismo que se apoderaba de sus padres si se cruzaban por la acera con un policía, y una vieja costumbre ya olvidada, que no supieron o no quisieron transmitir a sus hijos. Cuando se caía un trozo de pan al suelo, los adultos obligaban a los niños a recogerlo y a darle un beso antes de devolverlo a la panera, tanta hambre habían pasado sus familias en aquellos años en los que murieron todas esas personas queridas cuyas historias nadie quiso contarles.
Los niños que aprendimos a besar el pan hacemos memoria de nuestra infancia y recordamos la herencia de un hambre desconocida ya para nosotros, esas tortillas francesas tan asquerosas que hacían nuestras abuelas para no desperdiciar el huevo batido que sobraba de rebozar el pescado. Pero no recordamos la tristeza.
La rabia sí, las mandíbulas apretadas, como talladas en piedra, de algunos hombres, algunas mujeres que en una sola vida habían acumulado desgracias suficientes  como para hundirse seis veces, y que sin embargo seguían de pie. Porque en España, hasta hace treinta años, lo hijos heredaban la pobreza, pero también la dignidad de sus padres, una manera de ser pobres sin sentirse humillados, sin dejar de ser dignos ni de luchar por el futuro. Vivían en un país donde la pobreza no era un motivo para avergonzarse, mucho menos para darse por vencido […] No hace tanto tiempo, en este mismo barrio, la felicidad era también una manera de resistir.