domingo, 12 de agosto de 2018

por donde fluía la poesía…


Tenía diecinueve años cuando me atrapó el afán de celebrar lo que fluía por el tronco y las nervaduras de mi cuerpo. La poesía brotó un día de mí como la fuente que un aguador descubre con sorpresa. Recuerdo la vieja máquina de escribir, el escritorio metálico con cubierta blanca de formica, bajo la ventana desde donde veía un seto de hibiscos rojos. La Smith Corona eléctrica, de gastadas teclas blancas, emitía un zumbido de abejas, un ronroneo de chocorrón. Había comprado esa máquina con mi primer salario de publicista, recién llegada a Nicaragua de Filadelfia. No sé por qué pensé que me haría falta cuando el hombre, que la llevaba acomodada bajo el brazo, pasó por la oficina ofreciéndola por seiscientos córdobas. Quizás pensé que me sería útil para las cartas que gozaba escribiendo desde que estaba en el internado. Me gustaba separar de mí nostalgias y observaciones y verlas convertidas en nítidas letras delineadas con tinta. Cuando estudiaba secundaria en Madrid, las papelerías me atraían con la seducción de sus anaqueles de madera, el olor a pulpa de árbol y grafito. Eran como pequeñas cuevas, casi siempre oscuras, de las que salía feliz con mi atado de crujiente papel aéreo y la tinta negra para mi estilográfica.

Pero la máquina de escribir eléctrica sustituyó el tintero aquella noche en que rompí la capa geológica y toqué el manto freático de las aguas interiores por donde fluía la poesía. Escribí entonces poseída por una urgencia que guardaba quizás desde mi infancia llena de libros en la casa de mis padres. Escribí de mis ganas de correr desnuda por las selvas sagradas, de los saltos de mi imaginación sobre las gruesas lianas y las humedades de Venus, escribí sobre el taller de seres humanos hundido en las profundidades de mi cuerpo. Qué poco sospechaba entonces en aquel cuarto con más mobiliario que el escritorio metálico y una silla de comedor, que a partir de esa noche ya nada en mi vida sería igual, que abría las compuertas de una fuerza que me inundaría, de una correntada que atravesaría mi vida de valle a valle y sobre la que navegaría por los deltas de la lengua hasta llegar a hacer de las palabras mi central e irrenunciable vocación.