lunes, 22 de mayo de 2017

la llave de las semillas...


Te leeré, hijo mío, unos versos preciosos
que le escuché al griot de Kiffa,
en Assaba, al sur de Mauritania,
y apunté en esta vieja y negra Moleskine:
Cuando quieras volar no mires hacia arriba,
no hables, no despiertes
a las estrellas más cercanas y huérfanas,
porque nadie te oye salvo tu libertad.
Las palabras son música de la sed.

No hables tampoco, niño de mis insomnios,
cuando desees ser más amado que ahora
porque sólo quien sabe besar y acariciar
obtiene del plenilunio las frambuesas rebeldes
y bebe las raíces de la oscuridad.
Te esperé tanto tiempo que te fui a buscar
A los columpios de los ruiseñores.

Hijo, no faltes a la escuela
Bajo el único árbol, el mango de la tribu,
el dios de mis entrañas. Ni un día te ausentes
De tu cita con las palabras y la sabiduría.

Lee para volar, sueña para crecer
Y para conocer el mundo, los mundos
Que te alejan de la guerra y la enfermedad.
La ignorancia es la reina de la esclavitud.

Antes de nacer, hijo, leías dentro de mí
Leías en mi piel, con los oídos y  con el corazón.
Después dijeron que bastaban los ojos.
No olvides, hijo de mis entrañas,
Las palabras que me cantó el griot.

El libro que buscas no te ha encontrado aún,
Tú tienes la llave de todas las semillas.


lunes, 8 de mayo de 2017

como se lee un papel al viento…

De barbas canas, moviéndose con una mezcla de dificultad  y delicadez, como si al arrastrar los pies pensase que bailaba, el organillero llegó a la plaza tirando de su carretilla, dejando un rastro en la nieve incipiente. Lo acompañaba un perro negro que, con instinto rítmico, se mantenía siempre a la misma distancia respetando sus pausas, tambaleos, síncopas. El viejo iba abrigado, si no es mucho decir, con un capote pardo y una capa traslúcida. Se detuvo en un costado de la plaza. Acomodó sus cosas con extrema parsimonia, como ensayando la mímica de lo que haría más tarde. Al terminar de instalarse levantó el maltrecho paraguas  que llevaba atado al mango de la carretilla. Lo abrió cuidadosamente  y lo colocó sobre el organillo, para que la nevisca no le cayera a su instrumento. Este último gesto conmovió a Hans, que se quedó esperando a que el organillero empezase a tocar.
El viejo no tenía ninguna prisa o disfrutaba de la demora. Bajo sus barbas se insinuaba una sonrisa de complicidad con su perro, que le miraba alzando las orejas triangulares. El tamaño del organillo era modesto: encaramado a la carretilla apenas superaba la cintura del viejo, por lo que él debía encorvarse incluso más para tocarlo. La carretilla estaba pintada de verde y naranja. La madera de las ruedas había sido roja. Recubiertas por un aro que a duras penas las mantenía compactas, esas ruedas no eran redondas sino de una forma más accidentada, golpeadas como el tiempo que llevaban rodando. El frontal del instrumento había sido decorado con un paisaje de primor infantil, que figuraba un río de árboles.
Cuando el organillero empezó a tocar, algo rozó el límite de algo. Hans no añoraba nada: prefería pensar en el siguiente viaje. Pero al escuchar el organillo, su pasado metálico, le pareció que alguien, otro anterior a él, se estremecía en su interior. Siguiendo la melodía como se lee un papel al viento, a Hans le sucedió algo infrecuente: sintió cómo sentía, se contempló emocionándose. Su oído atendía porque el organillo sonaba, el organillo sonaba porque su oído atendía. Más que tocar, a Hans le pareció que el viejo hacía memoria. Con una mano de aire, los dedos ateridos, movía la manivela y la cola del perro, la plaza, la veleta, la luz, el mediodía giraban sin interrupción, porque cuando la melodía rozaba su final la mano relojera del organillero hacía no una pausa, ni siquiera un silencio, apenas una rasgadura en un manto, le daba la vuelta y la música volvía a comenzar, y todo seguía girando, y ya no hacía frío.

en “El viajero del siglo
Imagen: El Universal