La mujer que iba a morir se
llamaba Hortensia. Tenía los ojos oscuros y no hablaba nunca en voz alta. Sólo
cuando la risa le llenaba la boca se le escapaba un “Ay madre mía de mi vida”
que aún no había aprendido a controlar, y lo repetía casi a gritos sujetándose el
vientre. Se pasaba gran parte del día escribiendo en un cuaderno azul. Llevaba
el cabello largo anudado en una trenza que le recorría la espalda, y estaba
embarazada de ocho meses. Ya se había acostumbrado a hablar en voz baja, con
esfuerzo, pero se había acostumbrado. Y había aprendido a no hacerse preguntas,
a aceptar que la derrota se cuela en lo hondo, en lo más hondo, sin pedir
permiso y sin dar explicaciones. Y tenía hambre, y frío, y le dolían las
rodillas, pero no podía parar de reír. Reía. Reía porque Elvira, la más pequeña
de sus compañeras, había rellenado un guante con garbanzos para hacer la cabeza
de un títere, y el peso le impedía manipularlo. Pero no se rendía. Sus dedos
diminutos luchaban con el guante de lana, y su voz, aflautada para la ocasión, acompañaba la pantomima para ahuyentar el
miedo. El miedo de Elvira. El miedo de Hortensia. El miedo de las mujeres que
compartían la costumbre de hablar en voz baja. El miedo en sus voces. Y el
miedo en sus ojos huidizos, para no ver la sangre. Para no ver el miedo,
huidizo también, en los ojos de sus familiares. Era día de visita. La mujer que
iba a morir no sabía que iba a morir... La guerra
civil acabará cuando las personas derrotadas también puedan contar su verdad...
No es ira ni revancha, sino un deseo legítimo de recuperar una memoria olvidada
y secuestrada.
Estracto de “La voz dormida”
Fuente: Búscame en el ciclo de la vida
Imagen: La memoria viva
No hay comentarios:
Publicar un comentario