Bajo el terror económico impuesto
por la crisis, es lógico que el ciudadano anónimo de este país no recuerde
cuándo empezaron a irle mal las cosas y, menos aún, el momento en que perdió la
autoestima y bajó los brazos frente al poder. Ese olvido es la forma más
envenenada de autorrepresión que puede sufrir la conciencia colectiva. Se trata
de una aceptación tácita de que todo va mal y que nada se puede hacer para
remediarlo, sin que tampoco se logre saber el motivo profundo de esta
impotencia, que es de todos y de nadie. Cuando esta represión psicológica se
produce, el poder ya no tiene ninguna necesidad de ejercer la violencia para
reprimir las libertades y derruir las conquistas sociales adquiridas tras una
larga lucha, puesto que es el propio ciudadano el que asume la culpa y se
inflige el castigo. Frente a la prepotencia de un Gobierno con mayoría
absoluta, que no duda en imponer su voluntad entrando a saco mediante decretos
en la vida pública, el ciudadano ejerce el derecho a la huelga, convoca manifestaciones
en la calle, grita detrás de las pancartas, incluso es capaz de levantar
barricadas, pero, neutralizada su cólera por el miedo a perder lo poco que le
queda, acepta de antemano la derrota. Un extraño virus ha anulado su capacidad
de rebeldía hasta convertirlo en un zombi. En efecto, este país está a punto de
parecer un reino de muertos vivientes, sin que ninguna voz nos haga saber que
nuestra tumba, como la de los zombis, está llena de piedras. Muertos vivientes
los hay pobres y ricos. Los pobres caminan como autómatas con la cabeza gacha,
si bien a veces miran al cielo esperando que se produzca la lluvia de sardinas
que les han prometido; en cambio los zombis ricos entran y salen de los
restaurantes, joyerías y tiendas exclusivas en las millas de oro, aparentemente
felices, aunque observados de cerca, se descubre su rostro crispado por el
terror a que su fiesta sea asaltada mañana por una turba de mendigos. Algunos
advierten que la carga explosiva está ya en el aire a la espera inminente de la
chispa que provoque un estallido social de consecuencias imprevisibles. Pero
esta deflagración no será posible sin que antes se produzca un prodigio: que
haya una rebelión de zombis, como en otro tiempo la hubo de esclavos.
Fuente: El País
Imagen: gerard-aimé
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