Abdelhak se mueve por las
escolleras del puerto de la ciudad con la esperanza de meterse entre las ruedas
de un camión y embarcar a la península. Le acompañan una veintena de otros
chavales de entre 11 y 21 años. Se niega a ir al centro de menores de Melilla
porque dice que no es bien recibido, incluso afirma que una vez, hace dos
semanas, lo llevaron en coche a Marruecos y que otras veces “lo invitan a
irse al puerto y coger un barco”. Esto lo dice con una sonrisa franca, sin
darle demasiada importancia. Como tampoco se la da cuando nos cuenta cómo la
policía marroquí le daba palizas cuando lo cogían en el puerto de Beni Enzar o
cómo lo maltrataban en casa, y tantas otras cosas. Esta historia se repite de
modo similar una veintena de veces en las escolleras del puerto de Melilla,
cientos de veces si consideramos un espacio de tiempo de un año, miles de veces
si consideramos un periodo de tiempo mayor… Cada noche un grupo más o menos
numeroso se decide a probar suerte y se lanzan al recinto portuario desde los 8
metros de altura de las escolleras. De madrugada algunos vuelven destrozados,
sucios, cansados, te dicen que no ha habido suerte ese día, pero casi con la
misma sonrisa que Adelhak afirman que la próxima noche lo volverán a intentar. Otros
no vuelven y nadie sabe qué ha podido pasar con ellos: si lograron su objetivo,
si están detenidos, si los han expulsado a Marruecos o algo peor. Las más de
las veces no volverán a saber de ellos y tal vez por eso no se habla mucho del
tema. Si preguntas la respuesta es “cada uno tiene su suerte”. La aparente
indolencia ante situaciones tan dramáticas es solo un resorte necesario para
sobrevivir. Los brazos llenos de cicatrices de Abdelhak son como un libro donde
va escribiendo su vida… Las penas que esconde detrás de su eterna sonrisa. Cada
marca es un recuerdo doloroso que no quiere olvidar. Con diez años ya no le caben
más penas en sus brazos y a pesar de ello sigue buscando un sitio donde
descansar y crecer como un niño normal.
Fuente: Periodismo Humano
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