Los libros y yo empezamos mal. En
casa de mis padres no había muchos libros. La madre de un vecino de la calle se
empeñaba, cumpleaños tras cumpleaños, en regalarme aventura tras aventura de Los
Hollister. Éstos eran un grupo de investigadores con perro. Un horror. Hasta
que lo encontré. O me encontró. Con los libros como con el amor uno nunca lo
sabe. Mi padre, que no era lector, tenía debilidad por “Los tres mosqueteros” y
me dio el dinero justo para comprarme el libro. Aún conservo esa edición. Lo leí
y releí. La relación con los libros ha de ser amorosa, pasional. Si no, será
solo un matarratos más. Encuentras un libro. Te subyuga. Te hace ver la vida de
otra manera. Deseas quedarte a solas con él. Te ha enamorado. Y cuando terminas
su lectura, como cuando se acaba un amor, buscas otros libros, otros cuerpos y
otras mentes que te hagan sentir lo que te hizo sentir el primero. A veces es fácil.
A veces no. Y piensas ¿por qué ése y no otro? No hay respuesta. Conectas. De
algún modo. Pero mucho de lo que destilan las aventuras de D’Artagnan y los
suyos sigue siendo importante para mí: la amistad, la lealtad, la camaradería,
el honor, los finales felices… Cada uno tiene su primer libro como su primer
amor […] Y después, como suele pasar muchísimas veces en los que nos dedicamos
a escribir, apareció una profesora. Una señora grande y anticuada. Una
solterona con cara de bulldog y con gran corazón a la que se le iluminaban los
ojos cuando hablaba de los libros. Que todo estaba allí. Que todo era magia. Su
pasión avivó la que yo sentía por los libros, por el mundo que encerraban cada
uno de ellos. Porque hay un país conformado por todos los libros que leíste y
te gustaron del mismo modo que lo hay en todas las personas que amaste y las
que te amaron. Un país único. Nunca hubo uno igual y nunca habrá otro igual.
Como tú. Como yo...
Fuente: Aula 25
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