Algún día se recordará cómo era
antaño el paisaje de la pobreza en la ciudad. Lo formaban mendigos galdosianos
o posindustriales que se acercaban con la mano tendida a la ventanilla del
coche en los semáforos o permanecían arrodillados en la puerta de las iglesias
con un plato limosnero en el suelo o se paseaban con un cartón en el que
proclamaban su desgracia escrita con letras similares, como salidas de un mismo
troquel. Puede que hubiera detrás de esos cartones una secreta organización de
mendigos, pero se trataba de una miseria resignada que permitía ejercer una
caridad tranquila. Los pobres entonces se limitaban a agradecer la limosna con
la humildad requerida y todavía se podía pasar de largo sin dignarse siquiera
mirarlos a la cara. Pero un día los pobres comenzaron a multiplicarse en la
calle bajo distintas variedades, autóctonos e inmigrantes, y a este espectáculo
se añadió un hecho inquietante. Gente corriente, mezclada con pordioseros del
común, esperaba al anochecer en la puerta trasera de los supermercados en
silencio a que un dependiente arrojara en el contenedor la comida caducada.
“Papá, aquí hay una barra de pan”, se oyó gritar a un niño de cinco años desde
el interior de un cubo de basura. Hubo un momento en que la pobreza visible, la
de toda la vida, cruzó una línea roja, a partir de la cual la bajada hacia la
miseria colectiva se produjo por inundación. El oleaje engulló al grueso de la
clase media, a los que ya no podían ser ayudados por sus familias o preferían
el orgullo con hambre a la caridad. ¿Cuándo sucedió la gran rebelión? Puede que
fuera aquel día en que se rompió el equilibrio que existía entre el miedo y el
cabreo. Estas fuerzas contradictorias se habían neutralizado mutuamente durante
un tiempo. Los que temían perder el trabajo no se atrevían a protestar; los que
acababan de perderlo no se decidían todavía a destruir el sistema. La visión de
la pobreza en la calle fue cambiando. Sin que nadie se diera cuenta apareció un
nuevo paisaje humano. Los viejos mendigos herrumbrosos fueron sustituidos en
masa por ciudadanos con corbata, por señoras con collares de perlas y tacones,
que pedían limosna en las esquinas con odio, sin ninguna humildad. ¿Cómo se
produjo el estallido que puso al Estado patas arriba? Nadie lo sabe.
Fuente: El País
Imagen: Carlos Pérez Siquier
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