Estas
cosas, amigo, aunque nos cueste,
son,
sin duda, las reglas de la vida.
Yo
puedo recordar, sin ir más lejos,
su
sonrisa radiante cuando ella
llegaba
a nuestra cita. Y sin esfuerzo
sentir
aún sus labios como el vino,
y sus manos
abriendo mi camisa.
Y el
aliento quemándome los labios,
su voz
de mar, el tierno sobresalto
de sus
piernas abiertas a mi carne.
Puedo,
incluso, volver a estremecerme
en la
espesa batalla de los cuerpos,
y oír
su corazón como si fuera
el
mágico rumor de mil tormentas.
Está
todo en mis venas. Si me apuras,
podría
sin esfuerzo revivirme
en cada
una de todas sus palabras,
revivir
el cansancio de la carne,
tras el
amor. Contarte como eran
las
gotas de sudor entre sus pechos,
y la humedad
del pubis en mi boca.
Y sin
embargo, ¿qué quieres que te diga?
El
tiempo vence a todo. Nos derrota
sin
compasión, terrible y brutalmente.
Porque
un día la encuentras en la calle,
te besa
fugazmente la mejilla,
y
sonríe –“me esperan”- y se marcha.
Imagen: Cultura inquieta
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