De todas las cosas bellas que murieron
con la República, la Escuela del Mar sería para mí una de las más
excepcionales. En medio de aquel caos político, de la convulsión social, de la
lucha y el embrollo de valores, alguien creía firmemente que el futuro del país
y del mundo se basaba en la educación de los niños. ¿Puede comprender lo que representaba? En mitad de la hecatombe que vivía nuestro país, y que pese a nuestra edad ya
intuíamos […] había unos hombres y unas mujeres que ejercían y daban sentido a
una de las palabras más preciosas que se puedan encontrar en cualquier
diccionario: magisterio… Allí me
resultaba a mí fácil aprender. A mí, que tenía una energía en el cuerpo que se
me escapaba por todas partes, el hecho de llegar de buena mañana y que me
ejercitaran con tablas de gimnasia en la
playa, viendo el mar, sintiendo el rumor de las olas y la arena en los pies,
como un aperitivo del aprendizaje, me ponía a punto todas las neuronas. Después
nos daban un desayuno sencillo pero alimenticio. De casa apenas debíamos llevar
nada. Papel, libreta, libros, lápices, todo nos lo daba la escuela, que
patrocinaba el Ayuntamiento de la ciudad… Pero lo más cautivador, por los
tiempos que corrían, era que dentro de aquel edificio los maestros te trataban
como si fueras el objetivo y el sujeto de su trabajo. Las cosas se aprendían
comprendiéndolas, no reteniéndolas como una letanía que hubiera que memorizar.
La autoridad del conocimiento se impartía desde la convicción, y no por la imposición.
Recuerdo… ¿cómo era? Sí. El emblema de aquella escuela: “Aprender a Pensar, a
Sentir, a Amar”.
Imagen: el país
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