Doña Elena sabía muchísimas más
cosas que taquigrafía y mecanografía. Yo nunca había conocido a nadie que
supiera tanto como ella, ni siquiera Don Eusebio, que nos enseñaba Historia a
base de nombres de batallas y cuando nos preguntaba Literatura siempre decía,
dando golpes en la mesa como si estuviera enfadado, ¡apellido del escritor,
fecha, lugar de nacimiento y obras más importantes! Ella no era así. Ella
contaba historias, y se sabía tantas que nunca se agotaban, historias
verdaderas e inventadas, alegres y crueles, cómicas y tristísimas, historias
completas que parecían grandes y luego eran pequeñas, porque siempre formaban
parte de una historia mayor, una historia infinita que muchos adultos como ella
y muchos niños como yo habían fabricado juntos a lo largo de los siglos, la
historia de la sabiduría y de la curiosidad, la historia del conocimiento y del
hambre de conocer, la historia que quien sabe mucho entrega a quien no sabe
nada para que, en lugar de dividirse, crezca más y viva para siempre. Doña Elena
me enseñó mucho más que taquigrafía y mecanografía en la primavera dorada de mi
ignorancia, y después, cuando dejé de ser inocente, me enseño más cosas
todavía. Me descubrió quién había sido Ulises y quién había sido Newton,
quiénes fueron El Cid y Almanzor, por qué había habido una guerra que había
durado cien años y que un músico llamado Wolfgang Amadeus Mozart terminó una misa
de réquiem en la última noche de su vida. Me enseñó poemas y romances,
canciones y letrillas, refranes y adivinanzas, y muchas palabras en muchos
idiomas distintos pero, sobre todo, me enseñó un camino, un destino, una forma
de mirar el mundo, y que las preguntas verdaderamente importantes son siempre más
importantes que cualquiera de sus respuestas.
Imagen:
El lector de Julio Verne
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