Cuenta mi padre que, en su infancia de posguerra, tenía un juego con
sus amigos cuando pasaban delante de una pastelería: ser el primero en decir
“me lo pido” sobre el mejor pastel del escaparate. Dice que aún recuerda esa
sensación de consuelo cuando conseguía adelantarse y pedir el croissant con más
chocolate, la porción de tarta más grande o el bollo con más crema. Ese
inocente “me lo pido” era como ganarle un bocado a la miseria.