Sobre el rumor apagado de la gente que salía
despacio de la sala hablando y saludándose sonaron las horas en el reloj de una
iglesia cercana, y me dejé llevar por el eco de cada una de las campanadas, las
diez, conté, las diez de la noche. Ella seguía sentada y ahora no podía
desaparecer, yo mismo le cerraría el paso si lo intentara, y así más
tranquilizado, me dejé envolver por la emoción que crecía al ritmo acelerado de
las imágenes y recuerdos que su presencia convocaba, a través de las distintas voces
y los poderosos relámpagos de la imaginación. Desde que se había ido dejándome
a mí el peso de adivinar si lo había hecho empujada por el convencimiento de
que ya no había salida para nosotros o movida por una inútil venganza contra
todo y contra todos que yo sería el único en sufrir, quebrado por tanto
desencuentro que me había dejado doblemente desconyuntado, me decía en mi
desesperación que a la fuerza tendría que haber sido merecedor de por lo menos
una explicación, una palabra, un adiós; y movido por un resentimiento que no
fui capaz de modificar porque no veía más que el alcance de la desolación en
que me había sumido su huida, me negué durante muchos años a rememorar una
historia que, sin saberlo yo entonces, sería la que transformaría en el sentido
más profundo mi pensamiento y mi vida. ¡Qué inútiles son nuestros propósitos
cuando queremos anular lo que nos dio la vida, y qué lejos estamos de
controlar nuestros sentimientos por más que durante años nos creamos los amos
de nuestra voluntad! […] Ella se volvió hacia mí pero
no pude descubrir lo que escondía su mirada, aunque poco importaba porque lo único
que yo quería es que no desapareciera… Y sin embargo fue ella la que rompió el largo
silencio, recuperadas la lucidez y la voluntad. Fue ella la que lentamente
comenzó a preguntarse, a preguntarme qué hacíamos sentados los dos en ese lugar tras veinticinco años de
separación -veinticuatro corrigió mi memoria-, como si hubiera algo más que
decir a todo lo que había quedado dicho desde siempre.