De barbas canas, moviéndose con
una mezcla de dificultad y delicadez,
como si al arrastrar los pies pensase que bailaba, el organillero llegó a la
plaza tirando de su carretilla, dejando un rastro en la nieve incipiente. Lo
acompañaba un perro negro que, con instinto rítmico, se mantenía siempre a la
misma distancia respetando sus pausas, tambaleos, síncopas. El viejo iba
abrigado, si no es mucho decir, con un capote pardo y una capa traslúcida. Se
detuvo en un costado de la plaza. Acomodó sus cosas con extrema parsimonia,
como ensayando la mímica de lo que haría más tarde. Al terminar de instalarse
levantó el maltrecho paraguas que
llevaba atado al mango de la carretilla. Lo abrió cuidadosamente y lo colocó sobre el organillo, para que la
nevisca no le cayera a su instrumento. Este último gesto conmovió a Hans, que
se quedó esperando a que el organillero empezase a tocar.
El viejo no tenía ninguna prisa o
disfrutaba de la demora. Bajo sus barbas se insinuaba una sonrisa de
complicidad con su perro, que le miraba alzando las orejas triangulares. El
tamaño del organillo era modesto: encaramado a la carretilla apenas superaba la
cintura del viejo, por lo que él debía encorvarse incluso más para tocarlo. La
carretilla estaba pintada de verde y naranja. La madera de las ruedas había
sido roja. Recubiertas por un aro que a duras penas las mantenía compactas,
esas ruedas no eran redondas sino de una forma más accidentada, golpeadas como
el tiempo que llevaban rodando. El frontal del instrumento había sido decorado
con un paisaje de primor infantil, que figuraba un río de árboles.
Cuando el organillero empezó a
tocar, algo rozó el límite de algo. Hans no añoraba nada: prefería pensar en el
siguiente viaje. Pero al escuchar el organillo, su pasado metálico, le pareció
que alguien, otro anterior a él, se estremecía en su interior. Siguiendo la
melodía como se lee un papel al viento, a Hans le sucedió algo infrecuente:
sintió cómo sentía, se contempló emocionándose. Su oído atendía porque el
organillo sonaba, el organillo sonaba porque su oído atendía. Más que tocar, a
Hans le pareció que el viejo hacía memoria. Con una mano de aire, los dedos
ateridos, movía la manivela y la cola del perro, la plaza, la veleta, la luz,
el mediodía giraban sin interrupción, porque cuando la melodía rozaba su final
la mano relojera del organillero hacía no una pausa, ni siquiera un silencio,
apenas una rasgadura en un manto, le daba la vuelta y la música volvía a
comenzar, y todo seguía girando, y ya no hacía frío.
en “El viajero del siglo”
Imagen: El Universal
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