En el Madrid de mediados del
siglo xx, donde un abrigo era un lujo que no estaba al alcance de las muchachas
de servicio ni de los jornaleros que paseaban por las calles para hacer tiempo,
mientras esperaban la hora de subirse al tren que lo llevaría muy lejos, a la
vendimia francesa o a una fábrica alemana. La pobreza seguía siendo un destino
familiar, la única herencia que muchos padres podían legar a sus hijos. Y sin
embargo, en ese patrimonio había algo más, una riqueza que los españoles de hoy
hemos perdido.
Por eso los mayores tienen menos
miedo. Ellos hacen memoria de su juventud y lo recuerdan todo, el frío, los
mutilados que pedían limosna por la calle, los silencios, el nerviosismo que se
apoderaba de sus padres si se cruzaban por la acera con un policía, y una vieja
costumbre ya olvidada, que no supieron o no quisieron transmitir a sus hijos.
Cuando se caía un trozo de pan al suelo, los adultos obligaban a los niños a
recogerlo y a darle un beso antes de devolverlo a la panera, tanta hambre
habían pasado sus familias en aquellos años en los que murieron todas esas
personas queridas cuyas historias nadie quiso contarles.
Los niños que aprendimos a besar
el pan hacemos memoria de nuestra infancia y recordamos la herencia de un
hambre desconocida ya para nosotros, esas tortillas francesas tan asquerosas que
hacían nuestras abuelas para no desperdiciar el huevo batido que sobraba de rebozar
el pescado. Pero no recordamos la tristeza.
La rabia sí, las mandíbulas
apretadas, como talladas en piedra, de algunos hombres, algunas mujeres que en
una sola vida habían acumulado desgracias suficientes como para hundirse seis veces, y que sin
embargo seguían de pie. Porque en España, hasta hace treinta años, lo hijos
heredaban la pobreza, pero también la dignidad de sus padres, una manera de ser
pobres sin sentirse humillados, sin dejar de ser dignos ni de luchar por el
futuro. Vivían en un país donde la pobreza no era un motivo para avergonzarse,
mucho menos para darse por vencido […] No hace tanto tiempo, en este mismo
barrio, la felicidad era también una manera de resistir.