Seguramente ahora lo veo con los
ojos nublados por la nostalgia, pero me atrevería a decir que aquel barrio, su
configuración, el carácter de su gente, las tormentas sociales de aquel tiempo
y de aquel país, la caída de la luz entre los balcones llenos a reventar de
ropa sin vergüenzas, las barcas tendidas delicadamente sobre la playa, o
incluso los viejos paquebotes y mercantes moviéndose agónicos por el puerto,
lanzando los profundos aullidos de sus sirenas… todo ello era un magnífico
decorado para que cuatro niños dejáramos allí la huella de nuestras vidas. Bien
mirado, el barrio, la ciudad, el país, eran como un grandioso y pintoresco
escenario donde cada uno de nosotros tendría que representar su papel, como una obra de teatro que, como pasa con las
grandes piezas dramáticas, acabó por engullirnos a todos. Sin nuestro barrio,
el mar no habría sido nunca de la ciudad, quizá un incidente orográfico que
algún poeta habría aprovechado para perfilar versos suaves de lirismo tronado.
El mar en Barcelona únicamente latía por un corazón, y ese era nuestra
barriada… Todos los aromas del mar estaban allí, en nuestro barrio, suspendidos
en el aire y siempre a punto para que
cualquier brizna de viento los hiciera circular por el entramado de
callejuelas, entrar por las diminutas puertas de las casas, ascender por las
escaleras humildes y oscuras hasta nuestros pisos, donde penetraban y poseían
objetos, armarios, alfombras, sábanas… Pero por encima de todo nos poseían a
nosotros. […] Y hasta hoy, cuando hace tantos años que no lo piso para no
lagrimear y echar a perder la nitidez de los recuerdos, la Barceloneta sigue
siendo para mí el lugar donde gira la vida.
Imagen: desde mi torre cobalto
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