Tenía
diecinueve años cuando me atrapó el afán de celebrar lo que fluía por el tronco
y las nervaduras de mi cuerpo. La poesía brotó un día de mí como la fuente que
un aguador descubre con sorpresa. Recuerdo la vieja máquina de escribir, el
escritorio metálico con cubierta blanca de formica, bajo la ventana desde donde
veía un seto de hibiscos rojos. La Smith Corona eléctrica, de gastadas teclas
blancas, emitía un zumbido de abejas, un ronroneo de chocorrón. Había comprado
esa máquina con mi primer salario de publicista, recién llegada a Nicaragua de
Filadelfia. No sé por qué pensé que me haría falta cuando el hombre, que la
llevaba acomodada bajo el brazo, pasó por la oficina ofreciéndola por
seiscientos córdobas. Quizás pensé que me sería útil para las cartas que gozaba
escribiendo desde que estaba en el internado. Me gustaba separar de mí
nostalgias y observaciones y verlas convertidas en nítidas letras delineadas
con tinta. Cuando estudiaba secundaria en Madrid, las papelerías me atraían con
la seducción de sus anaqueles de madera, el olor a pulpa de árbol y grafito.
Eran como pequeñas cuevas, casi siempre oscuras, de las que salía feliz con mi
atado de crujiente papel aéreo y la tinta negra para mi estilográfica.
Pero
la máquina de escribir eléctrica sustituyó el tintero aquella noche en que
rompí la capa geológica y toqué el manto freático de las aguas interiores por
donde fluía la poesía. Escribí entonces poseída por una urgencia que guardaba
quizás desde mi infancia llena de libros en la casa de mis padres. Escribí de
mis ganas de correr desnuda por las selvas sagradas, de los saltos de mi
imaginación sobre las gruesas lianas y las humedades de Venus, escribí sobre el
taller de seres humanos hundido en las profundidades de mi cuerpo. Qué poco
sospechaba entonces en aquel cuarto con más mobiliario que el escritorio
metálico y una silla de comedor, que a partir de esa noche ya nada en mi vida
sería igual, que abría las compuertas de una fuerza que me inundaría, de una
correntada que atravesaría mi vida de valle a valle y sobre la
que navegaría por los deltas de la lengua hasta llegar a hacer de las palabras
mi central e irrenunciable vocación.