Aunque pudiera parecer que tantas muertes la hubieran dejado sin
latido, sucedió todo lo contrario. Nada ni nadie se le resistía. Salvaba las
trampas de la vida sin un ápice de resignación. Y lo que es más sorprendente,
sin una lágrima. Aprendió a sacar la risa de tal forma que su boca dibujaba una
sonrisa infantil y despierta capaz de contagiar a las piedras, a cada cosa
simple que sucediera a su lado. Mirarla producía una felicidad que
irremediablemente te hacía pensar en el estado de madurez y en el equilibrio
emocional que todas esas canas atesoraban visibles a todo el mundo, como quien
airea las sábanas.
Lena viajaba absorta en la fortaleza de su madre cuando la ventanilla
del tren dejó ver su cara apagada debajo de unas ojeras impropias de sus
treinta y dos años junto a las cuarenta mil preguntas sin respuesta, las
incertidumbres eternas, la impotencia, la rabia... Era evidente, Lena no había
heredado la pasión irrefrenable por respirar de su madre, ni su resistencia
contracorriente, ni su alegría infinita. Eran tan distintas...